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Tras las puertas de un centro de menores

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Pensando sobre los centros de menores, pienso en lo poco que la gente sabe de lo que ocurre ahí dentro. Desde fuera, algunos imaginan un lugar frío, casi como una cárcel para chicos rebeldes. Otros piensan que es un sitio donde los jóvenes no hacen nada, solo “pasan el tiempo” hasta que cumplen la mayoría de edad. Pero la realidad es mucho más compleja, y también más humana.

¿Qué es un centro de menores?

Un centro de menores es, en esencia, un hogar alternativo. Allí viven chicos y chicas que, por distintos motivos, no pueden estar con sus familias o han cometido delitos que la justicia juvenil trata de corregir. No son prisiones, aunque algunos tengan medidas de seguridad estrictas. Son espacios donde se intenta dar estructura, educación y apoyo a quienes han crecido sin muchas de esas piezas básicas.

¿Por qué llegan los jóvenes a estos centros?

Las historias son tan variadas como los rostros que se ven en sus pasillos. Algunos llegan porque la justicia los envía tras cometer un delito: robos, peleas, consumo de drogas, pequeños delitos que, repetidos, se convierten en un camino peligroso. Otros, en cambio, llegan por protección: niños y adolescentes víctimas de abandono, maltrato o situaciones familiares imposibles.

No eligen estar allí, y eso se nota en la mirada de muchos cuando cruzan la puerta por primera vez: miedo, desconfianza, rabia… sentimientos que esconden fragilidades más profundas.

¿Qué ocurre dentro?

El día a día en un centro de menores no es muy distinto al de cualquier otro adolescente, aunque con una disciplina más marcada. Se levantan temprano, desayunan y acuden a clases dentro o fuera del centro. El estudio es obligatorio: no se trata solo de aprender matemáticas o historia, sino de recuperar rutinas que quizás nunca tuvieron.

Además, hay talleres de oficios, deportes, actividades artísticas. Se busca que descubran intereses que los aparten de la calle. La convivencia no siempre es fácil: juntar a jóvenes con historias complicadas genera choques, pero también amistades que de otro modo nunca se habrían dado.

El personal —educadores, psicólogos, trabajadores sociales— cumple un papel fundamental. No son carceleros, sino guías que acompañan en un camino lleno de tropiezos. Y muchas veces, esos adultos terminan siendo las primeras figuras de referencia estables que un joven ha tenido en su vida.

La etiqueta y el futuro

La palabra “centro de menores” pesa. Afuera, en la sociedad, suele sonar a fracaso o a peligro. Pero dentro, lo que se busca es justo lo contrario: dar una segunda oportunidad. ¿Lo logran siempre? No. Hay recaídas, fugas, reincidencias. Pero también hay historias de éxito: chicos que salen con un título, con un oficio, con la convicción de que su vida no tiene por qué acabar en un callejón oscuro.

Al final, un centro de menores es un espejo incómodo para nuestra sociedad. Nos recuerda que detrás de cada expediente hay una infancia rota, un adolescente que no eligió su punto de partida. Y que juzgarlos solo por su pasado es negarles el derecho a escribir un futuro distinto.

¿Y tú, conoces alguno? ¿Tienes alguna experiencia que aportar?

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